Entendiendo la Eucaristía como el Sacrificio mismo de Cristo,
por aceptado y asumido, concebí la obra partiendo de una imagen
atípica de la última cena, en cuanto a la icónica postal que
culturalmente aceptamos de un Cristo rodeado de sus apóstoles,
en cualquiera de sus versiones más reconocidas. En esta caso sin
perder la centralidad, Cristo se posiciona horizontal, yaciente
por lo que sobrevendrá, pero activo, consagrando en el eje del
plano protagónico los símbolos de su cuerpo y su sangre. Cristo
se posiciona definitivamente como ALTAR, y sobre sí mismo,
ofrece su cuerpo y su sangre, profundizando el mensaje postrero.
El pedestal que lo sostiene es la imagen humana, descalza y
terrenal que se vincula con los personajes que claman su
invocación para el futuro. El fondo de la imagen es un cielo que
no es diáfano en esas pascuas, mientras que Los discípulos
presencian la ofrenda en la sorpresa de no llegar a comprender
lo que está sucediendo pero que intuyen con dramatismo. La parte
superior de la obra transita adrede de manera inconclusa con la
intención de que cada individuo construya su cielo a partir de
la comunión con la ofrenda central de la imagen.